Ah, que tiempos aquellos en que los gigantes amarillos corrían por las calles a toda velocidad lanzando humo negro por sus alargadas bocas, escupiendo y tragando personas, riñendo, imponiéndose y obstruyendo el tráfico. Esos tiempos están por acabar.
Mi relación con las micros amarillas siempre fue tortuosa, debo admitir que –como muchos- prefiero el Metro. Todo fue peor cuando en una escena de película de acción me arrojé desde una micro a la vereda y me torcí el tobillo. Maldito aquel bastardo que no quiso detenerse para que bajara bien. Supongo que es el odio micrero-estudiante el que hace que tales situaciones sucedan.
En fin. Historia Antigua.
Ahora que veo a los nuevos hijos del futuro, esas bestias blancas con verde y los vástagos de colores apoderándose poco a poco de la capital, pienso en lo que voy y -no voy- a extrañar de las bestias blanquiamarillas.
Supuestamente muchos roces se limarán. Los malvados emperadores del terror serán cambiados por “conductores” amables y atentos. La fealdad se transformará en clase y estilo del siglo XXI, y todos nuestros sueños se cumplirán. Sea así o no, hay cosas que me van a dejar en dificultades.
¿Me atreveré a decir “nos lleva por
Sí, todo es muy gracioso, a veces nos acostumbramos a la corrupción y probablemente, como son las cosas, esa señora nunca se irá. Y todo lo que hacíamos y disfrutábamos de esos imperfectos animales mecánicos va a permanecer.
Bueno, dejando un poco de sacralizar lo profano y de embellecer lo horrible, y viceversa, termino con una dulce despedida para las micros amarillas que tanto tiempo nos hicieron sufrir y que más de una vez nos salvaron por una moneda.
Descansen en paz.
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